Una vez definiste como “una muerte chica”, a ese instante lo suficientemente pequeño para
ser irrepetible, pero a la vez lo suficientemente inmenso para no ser olvidado.
Ese tiempo en el que el alma se separa del cuerpo para luego regresar lenta y
vigorosamente de esa otra dimensión colmada de placeres, mostrando otro
rostro, portando una sonrisa, recobrando paulatinamente el aliento, flotando en
ese infinito universo de ayes
controlados, de ayes desmedidos, de formidables
contracciones, de músculos que tiemblan, de sudores que enardecen, de
vibraciones que nos hacen caer en resonancia, haciendo que ocurra una vez más
ese “Big Bang” que se construye
desde el simple roce de tu piel con mi mirada. Esa “Big explosión”
en ese enigmático punto en donde parecía que no existía ni tiempo, ni espacio,
ni luz, ni aire y que de repente empieza a inundarse, a expandirse, a
iluminarse, y pasar del tibio tierno, al rojo ardiente y por último al blanco
vivo que encandece al centro de todo tu universo.
Y así quedó su nombre en nuestra historia. Cada uno
irrepetible, diferentes en tiempo y dimensión, iguales en motivos, mayores en
deseos y rompiendo los esquemas de viles teorías que afirman que el amor muere
con el tiempo y la pasión decrece con los años.
Y así vivimos el presente; volviendo a nacer cada vez que morimos
instantáneamente en un orgasmo.